"Blade Runner 2049 OST", Hans Zimmer y Benjamin wallfisch, 2017, Epic
Quizá la clave era lograr que la banda sonora de una secuela fuera también la secuela de una banda sonora. Desde ese punto de vista, lo que hicieron Zimmer y Wallfisch -Jóhann Jóhannsson se desvinculó del equipo, no se sabe bien por qué- para "Blade Runner 2049" es tanto una continuación narrativa de la ya clásica banda sonora de Vangelis como la historia de K prolonga en el tiempo el drama de los replicantes de la película de 1982. Esto quiere decir que las diferencias -Zimmer no es Vangelis ni persigue lo mismo- no sólo son notorias sino que parecen ubicables en un proceso: pareciera que hay una relación entre ambas y que esa relación da una narrativa, cuenta una historia. Para empezar, porque la música de Vangelis está presente en todo lo que suena en "Blade Runner 2049", y también lo está esa música en tanto álbum: una mirada por encima a la recientemente editada banda sonora de la película de Villeneuve detecta canciones -cuatro: "Summer wind", "Suspicious minds", "Can't help falling in love" y "One for my baby"- que ensamblan algo similar a lo que hacía "One more kiss" en la banda sonora de "Blade Runner": un repentino cambio de textura, una canción de alguna manera "filtrada" por la estética imperante en la película y su música, y una ocasión para confundir la música intradiegética de la extradiegética. Pero en la música de "Blade Runner 2049" el gesto parece ampliarse, desarrollarse y alcanzar su propio juego de variaciones. De hecho, el juego de las texturas -recordemos que "One more kiss", en el disco de Vangelis, suena con el filtrado de frecuencias propio a un vinilo que escuchamos en un espacio específico, en el que también operan otros ruidos- parece contagiarlo todo: toda la música de Vangelis, es decir, parece seguir sonando ahora, pero detrás de distintos muros sonoros. Así, la de "Blade Runner 2049" es ante todo una banda dark ambient (como lo deja clarísimo la impresionante "Wallace"), cargada de drones, glitches (tanto delicados como monstruosos) y ruido, desde el que, aquí y allá, parecen adivinarse las armonías del tema de los créditos de apertura o de "Memories of green". Esto llega a su máximo con "Tears in the rain", cerca del final del disco de la banda sonora, cuando todas esas capas de ruidos y glitches parecen disiparse y atrás suena, casi prístina, la música de Vangelis -o, mejor, sus cambios de acordes y algunos apuntes melódicos-; parece, de hecho, un atisbo del cielo tras la breve retirada de las nubes (un poco como pasaba, durante el corte original, cuando Roy Batty moría y la paloma salía volando).
La banda sonora está organizada en pistas más bien breves, pero hay algunas de entre 9 y 10 minutos que destacan y operan como resumen de lo anterior: la más estremecedora sin duda es la titulada "Blade Runner", y que suena cerca del final. A la vez, la más extrema -con sus monstruos de ruido como serpientes marinas que emergen de las olas en medio de un tifón- es la tremenda "Sea wall".
Parece fácil de ver que la secuela muestra más del mundo ficcional que la original, y que lo que muestra la secuela es una versión deteriorada y erosionada -no en vano pasan 30 años- de lo que veíamos en la de 1982. Hay más mundo, digamos, más mapa, pero también aparece un proceso que opera en lo reiterado, en las calles, en los edificios. El mundo está peor, pero también vemos más de él; a la vez, la película de Villeneuve insiste más en la obvia dimensión de belleza de lo ofrecido. Insiste más -o con más autoconsciencia- que Scott, digamos, en su propia estética. Y lo mismo opera con la banda sonora: es menos melódica -considerablemente menos melódica- y más ambient, y en su textura áspera y cargada de irrupciones de frecuencias bajísimas -que llegan a golpear en la nuca a quien escucha: mucho más en el cine, claro está, donde la agresión es aún más física- se deja adivinar también una erosión del molde más voluptuosamente musical -y más cursi a veces- de Vangelis. No hay acá, entonces, un "Blade runner blues" o un "Damask rose", mucho menos un "Love theme" o un "Rachel's song". Hay, en cambio, la tensión desoladora de "Furnace" -en la que asoman notas de sintetizador vangelisiano al final, pero suenan considerablemente más ominosas- o el paisaje neociberpunk de "Hijack", por nombrar solo dos momentos clave. Más sonido que música, más textura que melodías; intentar lo contrario habría sido fracasar: proponer esta nueva maravilla sonora -junto a esa otra maravilla visual, narrativa y conceptual- fue el mejor acierto imaginable (pese a la tontísima canción que aparece en los créditos y de la que se prescinde fácilmente).
La banda sonora está organizada en pistas más bien breves, pero hay algunas de entre 9 y 10 minutos que destacan y operan como resumen de lo anterior: la más estremecedora sin duda es la titulada "Blade Runner", y que suena cerca del final. A la vez, la más extrema -con sus monstruos de ruido como serpientes marinas que emergen de las olas en medio de un tifón- es la tremenda "Sea wall".
Parece fácil de ver que la secuela muestra más del mundo ficcional que la original, y que lo que muestra la secuela es una versión deteriorada y erosionada -no en vano pasan 30 años- de lo que veíamos en la de 1982. Hay más mundo, digamos, más mapa, pero también aparece un proceso que opera en lo reiterado, en las calles, en los edificios. El mundo está peor, pero también vemos más de él; a la vez, la película de Villeneuve insiste más en la obvia dimensión de belleza de lo ofrecido. Insiste más -o con más autoconsciencia- que Scott, digamos, en su propia estética. Y lo mismo opera con la banda sonora: es menos melódica -considerablemente menos melódica- y más ambient, y en su textura áspera y cargada de irrupciones de frecuencias bajísimas -que llegan a golpear en la nuca a quien escucha: mucho más en el cine, claro está, donde la agresión es aún más física- se deja adivinar también una erosión del molde más voluptuosamente musical -y más cursi a veces- de Vangelis. No hay acá, entonces, un "Blade runner blues" o un "Damask rose", mucho menos un "Love theme" o un "Rachel's song". Hay, en cambio, la tensión desoladora de "Furnace" -en la que asoman notas de sintetizador vangelisiano al final, pero suenan considerablemente más ominosas- o el paisaje neociberpunk de "Hijack", por nombrar solo dos momentos clave. Más sonido que música, más textura que melodías; intentar lo contrario habría sido fracasar: proponer esta nueva maravilla sonora -junto a esa otra maravilla visual, narrativa y conceptual- fue el mejor acierto imaginable (pese a la tontísima canción que aparece en los créditos y de la que se prescinde fácilmente).
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